El falso brote de VIH en México a finales de 2024 no solo inventó una crisis sanitaria: también exhibió cómo usamos la estadística para proyectar temores y desconfianzas.
A través de distintos portales y cuentas de redes sociales circuló la afirmación de que “México enfrenta una nueva epidemia de VIH descontrolada” y que el país estaba “entre los tres con mayor número de nuevos contagios en América”. La noticia venía avalada por supuestos organismos internacionales y gráficos manipulados que le daban un barniz de rigor. El dato parecía incuestionable: cifras, logos oficiales y un tono de alarma científica.
La Secretaría de Salud desmintió el rumor, explicó que el informe estaba recortado y sacado de contexto, y recordó que los nuevos casos se mantenían estables. Sin embargo, el daño comunicativo ya estaba hecho. En cuestión de horas, los comentarios se llenaron de culpas repartidas: al gobierno por “ocultar” la realidad, a las personas migrantes por “traer enfermedades”, a los programas de salud sexual por “promover conductas de riesgo”. La noticia falsa activó un viejo repertorio de miedos y estigmas en torno al VIH, mucho más antiguo que el propio rumor.
Más que mentiras: síntomas sociales. El episodio ilustra la tesis de Sacha Altay y Hugo Mercier: la desinformación no es simplemente una causa directa de creencias irracionales, sino un síntoma de problemas sociales más profundos. Las noticias falsas encuentran eco principalmente en quienes ya cargan con desconfianza institucional, resentimiento o identidades políticas muy marcadas. El rumor sobre una “epidemia oculta” prosperó no porque sus datos fueran verosímiles, sino porque encajaba a la perfección con una sensación extendida de que el Estado miente, que las instituciones “maquillan cifras” y que los medios siempre esconden algo.
Desde esta mirada, la desinformación funciona como un termómetro: indica la temperatura de la polarización, la desigualdad, la discriminación y la crisis de credibilidad en las instituciones. En México, la narrativa del “gobierno que oculta crisis sanitarias” no nació con el VIH. Se asomó con fuerza durante la COVID-19, reaparece en cada discusión sobre vacunación y se recicla en historias sobre supuestos “vacunados enfermos” o “brotes que las autoridades niegan”. Cada falso brote no inventa de cero la angustia social: simplemente le da forma numérica.
El peligro de mirar al síntoma y no a la causa. La respuesta pública al caso se centró en corregir el dato, publicar infografías oficiales y etiquetar la noticia como falsa en algunas plataformas. Es un paso necesario, pero insuficiente. La investigación sobre desinformación muestra que muchos ciudadanos ya consideran problemáticas las noticias falsas, pero siguen expuestos a un entorno donde la confianza es escasa y la información circula a gran velocidad. Mientras persistan las desigualdades, la corrupción percibida y la sensación de abandono institucional, habrá siempre un terreno fértil para que cualquier cifra alarmante parezca plausible, aunque sea estadísticamente insostenible.
La paradoja es que tratamos la desinformación como una enfermedad que se cura corrigiendo titulares, cuando en realidad funciona más bien como una fiebre que nos avisa de otro tipo de infecciones colectivas. El episodio de la supuesta “epidemia de VIH” no reveló una crisis en los indicadores epidemiológicos, sino una crisis de confianza en los datos, en las autoridades y en los intermediarios informativos. En ese contexto, cada gráfico recortado y cada ranking amañado son menos un engaño sofisticado que un espejo de nuestras sospechas. La estadística se vuelve lenguaje de la desconfianza, no herramienta de entendimiento público.
Pensar la desinformación desde la estadística y la comunicación implica algo más incómodo que corregir un tuit: obliga a revisar quién produce los datos, cómo los explica y qué historia social los precede. Sin alfabetización numérica, sin transparencia radical y sin canales donde las personas sientan que pueden disputar las cifras sin ser ridiculizadas, cualquier número puede convertirse en arma arrojadiza. Como señalan Altay y Mercier, las noticias falsas son el eco de una sociedad que ya estaba enferma antes de leerlas; el desafío no es solo silenciar ese eco, sino sanar la habitación donde resuena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario