“Los dispositivos digitales están teniendo un efecto devastador en la inteligencia. Somos más idiotas que nunca y se cura leyendo libros en papel”, advierte el neurocientífico francés Michel Desmurget, especialista en los efectos de las pantallas sobre el cerebro infantil y juvenil.
Su diagnóstico incomoda porque no habla de un futuro distópico, sino de una realidad cotidiana: móviles en el aula, tabletas como niñeras y ocio digital convertido en norma. En ese ecosistema, la lectura en papel aparece no como nostalgia analógica, sino como una forma de resistencia cognitiva frente al diseño adictivo de las tecnologías contemporáneas.
Desmurget, director de investigación del Instituto Nacional de Salud e Investigación Médica de Francia, popularizó la idea de una “fábrica de cretinos digitales” para describir cómo las pantallas erosionan memoria, lenguaje y capacidad de atención. En sus investigaciones calcula que, entre los dos y los 18 años, un menor occidental pasa frente a una pantalla el equivalente a 30 cursos escolares completos de exposición recreativa, sin contar el tiempo académico. El problema no se limita al número de horas, sino a la calidad de los estímulos que abastecen esa enorme dieta de contenidos.
El neurocientífico subraya que el tiempo dedicado a leer en internet es mínimo: apenas entre el 2 y el 3% de las horas de pantalla diarias. De todo ese océano digital, solo unos pocos minutos se destinan a textos que exigen decodificar, sostener la atención y construir significado complejo. El lenguaje escrito, recuerda, es mucho más rico que el oral o el audiovisual: requiere describir matices que la gestualidad o la entonación resuelven de forma inmediata. De ahí que, por cada millón de palabras leídas, un niño incorpore alrededor de mil nuevas, algo que exige entre diez y quince libros completos, no un scroll infinito de publicaciones breves.
Los datos educativos confirman este deterioro cognitivo. En los últimos informes PISA, la comprensión lectora ha sufrido una caída tan pronunciada que equivale a perder un curso escolar completo en pocos años, tendencia visible también en países como España y Francia. Cerca del 50% de los adolescentes se clasifican como lectores muy débiles, incapaces de entender enunciados básicos que trabajan durante meses en clase. Esa merma no solo compromete sus trayectorias académicas; reduce su capacidad para apropiarse de información compleja, interpretar estadísticas, contrastar fuentes o seguir un debate público mínimamente sofisticado.
En ese contexto, la crítica de Desmurget trasciende la queja cultural y se vuelve advertencia política. La pobreza léxica y la incapacidad para comprender textos densos facilitan lo que ya anticipaban distopías como 1984, Un mundo feliz o Fahrenheit 451: sociedades donde las palabras se simplifican hasta el punto de que ciertos problemas dejan de poder pensarse. Un ciudadano que no lee, o que solo consume mensajes breves y emocionales, se vuelve más vulnerable a la desinformación, a los eslóganes vacíos y a la manipulación algorítmica que premia la reacción inmediata sobre la reflexión.
La irrupción de la inteligencia artificial generativa y de sistemas de recomendación cada vez más sofisticados intensifica esa tensión. Sin hábitos de lectura profunda y sin competencias críticas sólidas, el usuario queda atrapado en un entorno donde contenidos producidos por bots y humanos se mezclan sin fronteras claras, y donde el criterio de visibilidad es el rendimiento atencional, no la calidad cognitiva. El poder ya no reside solo en poseer los datos, sino en modular qué lee, qué ve y qué siente cada persona en su pantalla personal. En ese tablero, la alfabetización no es solo técnica, sino política.
La respuesta que propone Desmurget es radicalmente sencilla y, justo por eso, contracultural: más libros en papel y menos pantallas recreativas, especialmente durante la infancia y la adolescencia. Sus investigaciones muestran que la lectura sostenida fortalece la memoria de trabajo, mejora la capacidad de concentración y enriquece la vida emocional y social. La cuestión no es demonizar toda tecnología, sino reconocer que la cultura digital dominante se ha construido alrededor de la economía de la atención, no del desarrollo intelectual. Recuperar tiempo para leer implica restárselo a plataformas diseñadas para que nunca cerremos sesión.
El debate que abre este neurocientífico interpela a familias, escuelas, responsables públicos y a la propia industria tecnológica. Si las sociedades más educadas son también las que crecen económica y democráticamente, como sugieren diversos estudios, aceptar sin matices un ecosistema de pantallas que deprime la comprensión lectora es una forma de renunciar al futuro. Pensar la IA, la estadística y la tecnología emergente desde la comunicación exige asumir que no habrá ciudadanía digital crítica sin una base analógica muy concreta: millones de páginas leídas en silencio, lejos del ruido de las notificaciones.
Fuente: Irene Hernández Velasco, “Este neurocientífico dice que somos más idiotas que nunca y que se cura leyendo libros en papel”, El Confidencial, 21 de marzo de 2024
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